Hace algunos años, escuche a un compañero recitar esta poesía, que él había aprendido de niño. Se llama "El conde Sisebuto" y, según me acaba de informar mi gran amigo Google, la escribió un madrileño, Joaquín Abatí (1865-1936). Cómo veréis, el estilo recuerda a "La Venganza de D.Mendo", que es, sin duda, una de mis obras favoritas. A mi siempre me hizo gracia, así que aquí os la dejo:
EL CONDE SISEBUTO
A
veinte leguas de Pinto
y a
treinta de Marmolejo,
existió
un castillo viejo,
que
edificó Chindasvinto.
Lo
habitaba un gran señor,
algo
feoy algo bruto;
se
llamaba Sisebuto,
y su
esposa, Leonor.
Y
Conegunda, su hermana,
y su
madre, Berenguela,
y una
tía de su abuela
atendía
por Mariana;
y su
cuñado, Vitelio,
y su
nieta, Rosalía,
y su
consuegra, Lucía,
y su
hijo mayo, Rogelio.
Era una
noche de invierno,
noche
dura y tenebrosa,
noche
terrible, espantosa,
noche
atroz, noche helada,
noche
horrible, noche oscura,
noche
llena de amargura,
noche
infausta, noche airada.
Cabalgando
en un corcel
de
color verde botella,
raudo,
como una centella,
llega
al castillo un doncel.
Empapada
trae la ropa,
por
efecto de las aguas;
como no
lleva paraguas,
llega
el pobre hecho una sopa.
Salta
el foso, llega al muro,
se
encamina hacia la entrada:
-¡La
poterna está cerrada!,
exclama.
¡Pues vaya un apuro!
En
esto, algo que resbala
siente
sobre su cabeza;
levanta
el brazo, y tropieza
con la
cuerda de una escala.
Sube,
que sube, que sube;
trepa,
que trepa, que trepa,
y
...¡cae en brazos de un querube!
La hija
del Conde,¡La Pepa!
En
lujoso camarín
introduce
a su adorado
y al
notar que está mojado,
lo seca
bien, con serrín.
-¡Lisardo!,
mi bien, mi anhelo,
el único
ser que yo adoro,
el de
los cabellos de oro,
el de
la nariz de cielo,
el de
mayor señorío,
mi
tesoro idolatrado:
¡Di,
qué sientes a mi lado!
Y él
responde:
-
¡Siento frío!
-¿Frío,
has dicho? Eso me inquieta.
¿Frío,
has dicho? Eso me espanta.
¿No
llevarás camiseta, verdad?
Pues
toma esta manta.
Y ahora
hablemos del cariño
que a
nuestras almas disloca.
Yo te
amo como una loca.
- Yo te
amo como un niño.
- Mi
pasión raya en locura.
- La
mía es un arrebato.
- Si no
me quieres, me mato.
- Si me
olvidas, me hago cura.
-¡Cura,
tú! por Dios bendito,
no
repitas eso,
en el
jamás de los jamases.
Pues
¡estaría bonito!
Hija
soy de Sisebuto
desde
mis más tierna infancia,
y
aunque es un padre muy bruto;
y
aunque temo sus furores;
y
aunque se a lo que me expongo,
¡huyamos!
Vamos al Congo,
a
ocultar nuestros amores.
- Bien
dicho, bien has hablado;
huyamos,
aunque se enoje,
y si
alguna vez nos coge,
que nos
quiten lo bailado.
Tras un
furioso huracán,
se abre
una puerta excusada.
Entra
el Conde, luego un can,
luego
nadie, luego nada,
- ¡Hija
infame! ruge el Conde.
¿Qué
haces con este señor?
¿Dónde
has dejado mi honor?
¿Dime.
dónde, dónde, dónde?
En
esto, saca un puñal,
y al
joven -de golpe certero-
le
introduce el duro acero
junto a
la espina dorsal.
El
joven, naturalmente,
la diñó
como un conejo,
y ella
frunció el entrecejo,
y
enloqueció de repente.
El
Conde se volvió loco,
de
resultas del espanto.
Y el
perro no llegó a tanto,
pero le
faltó muy poco.
Y aquí
acaba la historia
verídica,
interesante,
romántica,
fulminante,
avasalladora,
horrenda,
de
aquel castillo tan viejo,
a
veinte leguas de Pinto
y a
treinta de Marmolejo.
Es bastante larga y por más que lo intento no consigo ponerla en dos columnas. Ya me perdonaréis.
¡Hasta la próxima!
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